Nuestra
Señora de la Gloria
Otrora, cuando se mencionaba la Asunción de María a los Cielos, se refería a esa fiesta como siendo la de Nuestra Señora de la Gloria. Eso porque se entendía que la Asunción de la Santísima Virgen no se limitaba al hecho físico de salir de esta Tierra y subir al Cielo resucitada, sino que era su glorificación.
En efecto, después de haber vivido en este mundo, humilde y
desconocida, pasando por toda especie de sufrimientos, angustias,
dilaceraciones y humillaciones, María Santísima es glorificada por Nuestro
Señor a los ojos de los mismos hombres por medio de un privilegio único en la
Historia del mundo, por el cual una mera criatura es llevada en cuerpo y alma
al Paraíso celeste, donde Ella está en este momento, gozando de modo
inenarrable de la visión beatífica.
De seguro, esta exaltación fue acompañada de expresiones de
gloria indecibles. La naturaleza entera debe haberse regocijado de un modo
espléndido: ¿qué colorido tomaron los cielos? El sol, que en Fátima bailó y
cambió de colores ¿cómo habrá aparecido durante la Asunción? ¿Qué cánticos
angélicos, perfumes, armonías, consolaciones interiores sintieron las almas?
¡Nadie lo sabe, pero deben haber sido verdaderamente inefables!
Ella que poseía un alma santísima, una dignidad, una
majestad y una afabilidad inexpresables, permitió que transpareciera, en ese
momento, de modo extraordinario, toda su gloria interior: su santidad en la
mirada, en la fisionomía, en su cuerpo, el cual irradiaba chispas de luz.
Como ocurre cuando las madres se despiden de los hijos, debe
haber habido una efusión de misericordia y de bondad supremas, dando a todos la
seguridad de estar más presente que nunca en la Tierra a partir del momento en
que Ella dejaba los hombres y comenzaba su gran misión en el cielo.
Desde entonces, la gloria de Nuestra Señora desde lo alto
del cielo no se escondió; al contrario, se manifestó cada vez más. No hay en la
tierra una iglesia digna de este nombre donde no haya por lo menos un altar
dedicado a la Santísima Virgen; no hay un alma que se haya salvado sin haber
sido devota de Ella; no hay una gracia que los hombres reciban que no sea
obtenida por la Madre de Dios.
Así, la gloria de María va creciendo hasta el fin de los
siglos. Y en el día del Juicio final se dará su suprema glorificación. ¡Es
indecible cómo será el cántico de alabanza de Nuestro Señor Jesucristo, del
Divino Espíritu Santo y del Padre Eterno a Ella, en aquel día! Cuando no haya
más Historia, la vida de la humanidad haya cesado y el punto final de los
acontecimientos del género humano esté colocado, entonces la Virgen María
recibirá una glorificación verdaderamente insondable.
Nuestra Señora se complace en hacer valer su gloria a través
de aquellos que, pocos pero numerosos, valen por la unión interior como Ella.
No eran muchos los presentes en la Asunción, pero el hecho echó una tal raíz en
la memoria de los hombres que, veinte siglos después, fue proclamado como un
dogma.
Es con la gloria de Nuestra Señora refulgiendo en nuestros
corazones que debemos afirmar que, en esta medianoche del reino del demonio en
la cual el mundo está sumergido, desde ya comenzaron a aparecer las primeras
claridades del Reino de María, haciendo irreversible la promesa de Fátima:
“¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!” [*]
por Plinio Corrêa de Oliveira
[*] Cf. Conferencia del 13/8/1966.
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