Las visitas que el autor de estas líneas hacía al santuario
de Nuestra Señora del Buen Consejo, de Genazzano, siempre eran ocasión de
especiales gracias de consuelo, protección y estímulo sobrenaturales.
Invariablemente, tras arrodillarse a los pies de la imagen y empezar a rezarle
o contemplarla, se daba en determinado momento algo muy curioso: a través de
las circunstancias, coincidencias o voces interiores Ella le manifestaba su
maternal cariño e, incluso, le hacía oír alguna palabra sobre el futuro. Numerosos
fueron los mensajes transmitidos de esta manera a lo largo de los años y de las
décadas.
Por eso nada más llegar a Italia el 1 de agosto de 1995 se
fue directamente del aeropuerto de Fiumicino a Genazzano, con varios
acompañantes, a fin de volver a encontrarse con Mater Boni Consilii y cumplir
algunas promesas.
En presencia de la imagen, una voz interior
Pero al bajarse del coche, junto al castillo Colonna, se
llevaron una sorpresa: en la plaza se veía a una multitud de personas, mujeres
vestidas de negro y hombres con corbata negra, con fisonomías tristes y
compungidas, pese a que gesticulaban y conversaban en voz alta, conforme al
carácter expansivo de aquel pueblo. ¿Qué estaría pasando allí? Enseguida se
dieron cuenta: era un entierro. Un tanto impresionado, el autor pensó:
“¿Recibido así aquí con un funeral? No me había ocurrido nunca… ¿Tendrá esto
algún significado?”.
El ambiente le provocaba una extraña sensación. Y mientras
una ventolera caliente y agresiva levantaba una polvareda rojiza, el cielo se
entoldaba y oscurecía amenazando con una lluvia torrencial. Llegar a Genazzano
bajo aquellas condiciones climatológicas le produjo un mal presentimiento:
“Todo esto me habla de una tragedia a punto de suceder. ¿Qué será?”.
Con paraguas en mano se dirigieron hacia la iglesia,
esquivando la gente. Cuando algunas personas se apartaron para dejarlos pasar,
entonces se toparon con el féretro, llevado por ocho hombres y rodeado por la
familia que lloraba. De nuevo el autor tuvo un sobresalto y se dijo: “¿No habrá
en ello un aviso enviado por Nuestra Señora? Tal vez va a morir alguien del
Grupo, y más importante de lo que piensas. ¿Quién?”. De rodillas ya ante la
imagen, que la encontró especialmente acogedora y comunicativa, se preguntaba:
“¿Qué me querrá decir?”.
Mientras miraba fijamente el fresco, de repente, sintió en
su interior algo parecido a una voz clarísima, como la de alguien que deseaba
transmitirle una grave noticia: “El Dr. Plinio va a morir”.
Unas palabras totalmente inesperadas. Ante el susto y no
queriendo darles ningún crédito, reaccionó: “No es posible. ¿Justo ahora y
aquí, delante de la imagen de Mater Boni Consilii, donde he venido a buscar
consuelo, me sobreviene una idea tan absurda? Debe ser puro subjetivismo o una
tentación del demonio para molestarme…”.
El autor delante del fresco de Nuestra Señora del Buen
Consejo, en agosto de 1995
Movido por la fe que depositaba en la misión de su padre y
fundador, y escudándose en la “gracia de Genazzano” recibida por éste en 1967, el autor siempre había defendido la idea de que el Dr. Plinio no moriría sin
cumplir antes por completo su vocación, esencialmente relacionada con los
acontecimientos previstos en el mensaje de Fátima y con la implantación del
Reino de María en la faz tierra. Por lo tanto, la hipótesis de su fallecimiento
se presentaba como una perspectiva sobre la cual nunca se detuvo a pensar en
ella.
Así que luchando contra aquel sorprendente anuncio trataba
de esforzarse en rezar, pero no lo conseguía porque la voz le insistía: “¡El
Dr. Plinio va a morir! ¡El Dr. Plinio va a morir! ¡Te lo estoy avisando!”. Era
un presentimiento fortísimo y convincente que no paraba ni siquiera un segundo.
La aflicción le cede el lugar a la calma
A pesar de ello no apartaba la vista de la imagen, la cual
se mostraba llena de afecto y benevolencia, infundiéndole paz, serenidad y consolación.
Y parecía decirle: “Hijo mío, prepara tu alma y tus nervios porque eso es lo
que va a suceder. El Dr. Plinio va a morir, pero no te preocupes, pues yo misma
iré conduciendo las cosas con mucho auxilio y protección, de una manera
milagrosa. Todo saldrá bien, todo va a ser equilibrado. Ten confianza”.
A la mañana siguiente, estando nuevamente a los pies de la
Madre del Buen Consejo, aquella idea volvió con la misma nitidez, aunque
también con paz de alma e, incluso, acompañada de alegría y de confianza, y con
esta convicción: “Pase lo que pase con el Dr. Plinio, ¡cumplirá su misión y
vencerá!”.
A partir de ese momento, con el paso de los días la
aflicción le cedería el lugar a la calma y a un misterioso fortalecimiento,
dado por la gracia para enfrentar las situaciones dramáticas que le aguardaban.
Así transcurrió el mes de agosto.
Encontrándose el autor en París el día 15, recibe una
llamada telefónica del Dr. Plinio, que deseaba felicitarle por su cumpleaños.
En esa ocasión discernió, por la voz, cuán debilitada estaba su salud; lo que
alimentó todavía más la sensación de una muerte próxima. Y el día 20, ya en
Estados Unidos, le comunican una noticia muy sintomática de alguna enfermedad
grave: el Dr. Plinio estaba exhausto y había adelgazado trece kilos. Unos días
después el autor se preparaba para volver a Brasil.
Sufrimiento inenarrable y salida hacia el hospital
El 21 de agosto el Dr. Plinio marchaba al Éremo del Amparo
de Nuestra Señora con la intención de descansar. Se daba cuenta de que se
habían agotado sus energías y sentía que alguna enfermedad grave lo consumía.
Sin embargo, a pesar del tremendo malestar que hacía mucho
tiempo padecía, aún no había dicho ni una palabra al respecto ni acudido a
ningún médico, por temor a que el diagnóstico lo obligara a apartarse de la
convivencia con el Grupo y a aislarse, con las consecuencias que esto
acarrearía para su obra. Por eso sufrió el martirio de atravesar este drama sin
pronunciar la más mínima queja.
Su salud empeoraba cada día. Tan clara noción tenía que
caminaba hacia su fin que, conversando en cierta ocasión con uno de sus
auxiliares, llegó a declarar:
—Dentro de un mes, Plinio Corrêa de Oliveira será un hombre
muerto.
El día 31 aumentaron su indisposición y debilidad, hasta tal
punto que le faltaron las fuerzas para salir de su habitación. Oprimido por un
abatimiento terrible no deseaba más que permanecer a solas; y en la intimidad
comentó que los sufrimientos de su alma habían llegado a lo inenarrable, “más
allá de lo más allá del más allá…”.
Al día siguiente ya era incapaz de alimentarse y además
experimentó una dolorosa constatación: por momentos sentía que se apagaba en su
mente la luz de la consciencia y de la razón. Una vez, al volver en sí, se tocó
la cabeza y dijo con mucha calma:
—El problema está aquí.
Como al final de la tarde se había agravado su estado de
subconsciencia y de extenuación ya no quedaba otra salida: tanto los médicos
como los demás circunstantes estuvieron de acuerdo en que su hospitalización se
hacía indispensable. Por la noche uno de los veteranos allí presentes se acercó
a su cama y le dio esta breve explicación:
—Dr. Plinio, las circunstancias en las que usted se
encuentra son tales que no queda otra solución: tiene que ser ingresado en un
hospital.
La respuesta, clara y lúcida, fue inmediata:
—Si es necesario, vámonos ya. En pocos minutos, acompañado
por algunos miembros del Grupo, iba camino del Hospital Alemán Oswaldo Cruz, de
São Paulo.
Lo llevaron directamente a urgencias para hacerle una
primera valoración clínica, cuyo diagnóstico fue tranquilizador, y más tarde lo
trasladaron a una habitación.
Dr. Plinio durante su última
estancia en el Éremo del Amparo de Nuestra Señora en agosto de 1995 |
Una terrible noticia confirma los avisos
Al día siguiente, 2 de septiembre, un sábado por la mañana,
uno de los médicos del Grupo que estaba en el hospital llamó por teléfono al
autor, que ya se encontraba en Brasil, para ponerle al corriente del resultado
de los exámenes más recientes:
—Acaban de hacerle una ecografía: le han diagnosticado un
cáncer enorme en el hígado; y ahora van a hacerle una radiografía del tórax
para ver hasta dónde se ha extendido la metástasis.
Al oír esta noticia volvió a repetírsele la misma voz
interior que había sentido junto a Mater Boni Consilii: “El Dr. Plinio va a
morir, el Dr. Plinio va a morir”. Pero esta vez no venía cargada de tragedia
sino de serenidad, con la certeza absoluta de que aquello era un designio de
Dios y que la premonición inspirada por Nuestra Señora se iba a cumplir:
moriría porque se ofreció como víctima expiatoria.
Media hora más tarde recibe otra llamada:
—La radiografía indica que hay metástasis en los dos
pulmones.
—¿Cuánto tiempo le dan de vida?
—Dos o tres meses, a lo sumo.
Entonces el autor salió deprisa hacia el hospital. Sin
perder la calma, encaraba la situación con una paz de espíritu que hasta a él
mismo le sorprendía. A partir de ese día, el sobresalto que tuvo en Genazzano
se convirtió en una gracia de seguridad y estabilidad. Así pues, con el
panorama plenamente claro, se dio cuenta de que había llegado el momento de
preparar al Grupo.
A él no le quedaba la menor duda al respecto: la causa
defendida por el Dr. Plinio era invencible y su obra no podía fenecer. Su
fallecimiento, como holocausto aceptado por la Providencia, no sería un
episodio que interrumpiría el curso normal de los acontecimientos, sino que,
por el contrario, significaría una aurora de grandes victorias y de gracias
místicas para sus hijos fieles.
Unción de los Enfermos y Viático
Una de las primeras medidas que tomó el autor aquel 2 de
septiembre, después de visitar al Dr. Plinio y charlar con él sobre los
episodios de su último viaje, fue la de buscar a un sacerdote conocido para que
le administrara a su padre y fundador el sacramento de la Unción de los
Enfermos. A las once y media de la noche le preguntó si así lo deseaba,
sirviéndose de un lenguaje indirecto para evitarle un choque emocional ante la
perspectiva de la muerte:
—En las circunstancias en las que usted se encuentra, aquí
en un hospital, usted tiene derecho a recibir los Santos Óleos. El canónigo
está aquí, y puede administrárselos. ¿A usted le gustaría recibirlos?
—¡Oh, sí! Mucho, ¡mucho!
—¿Le puede administrar también el Viático?
—Lo quiero, de veras.
Al final, el Dr. Plinio se lo agradeció al sacerdote
efusivamente. Con todo, algunos pensaron que no había tenido plena consciencia
de lo ocurrido mientras era ungido y comulgaba. Ahora bien, durante la
madrugada le comentó a uno de sus auxiliares:
—João estuvo aquí con el canónigo, preparándome para la
muerte.
En realidad, con la salud minada por un cáncer tan
voluminoso, el Dr. Plinio no había sido cogido por sorpresa, sino que vio a la
muerte acercase desde lejos, tal vez a partir del año 1994 o incluso antes. Si
bien luchara contra ella, no le tenía miedo en lo que a su salvación eterna se
refería, pues había depositado su total confianza en la intercesión de la
Santísima Virgen ante el divino Juez. Dispuesto a morir, su gran tormento no
consistía en verificar la proximidad del desenlace, sino en el drama colosal
por el que su alma estaba atravesando.
El Dr. Plinio recibiendo la
Unción de los Enfermos, el 2 de septiembre de 1995
La prueba por la que estaba pasando era causada en primer
lugar por la propia enfermedad. Se sabe que el cáncer produce una fuerte
perturbación en el organismo y en el caso del Dr. Plinio también ejercieron una
influencia considerable las preocupaciones de las que estaba plagada su
existencia. No obstante, su máximo sufrimiento en aquella etapa final fue una
tremenda perplejidad, un problema sin solución. Durante el período de su permanencia
en el hospital, en tres ocasiones diferentes, dos de ellas conversando con el
autor, lanzó el siguiente gemido:
—Hijo mío, si tan sólo un punto me quedara claro, todo se
resolvería.
¿Cuál era este punto que tanto ansiaba esclarecer? Quien
conociera al Dr. Plinio de cerca y hubiera oído otrora sus confidencias no
tendría dificultad en descubrirlo.
Reconociéndose llamado desde la infancia a vencer la
Revolución y a participar en la implantación del Reino de María, comprendía que
le había llegado su hora extrema y que sus ojos no habían visto la promesa
cumplida ni la faz de la tierra renovada. Entonces se preguntaba angustiado:
“¿Qué será de mi misión?”.
Es verdad que podía responder fácilmente a este interrogante
si tuviera la certeza de que se estaba muriendo por un designio de Dios, en
aceptación de su ofrecimiento como víctima expiatoria y, por lo tanto, sin
culpa por su parte. En tal caso, su vocación se realizaría de la forma más
bella entre todas, post mortem, a través del holocausto. Aunque, ¿no estaría,
por el contrario, siendo llevado de este mundo como consecuencia de un castigo
de la Providencia, por alguna infidelidad? Pero ¿cuál sería esta falta?
¿Quizá el no haberle dado a Nuestra Señora todo cuanto Ella
le había exigido? Examinaba su conciencia y no encontraba nada que reprocharse.
Esa fue precisamente la paradoja, la más dolorosa de toda su historia, que lo
atormentó sin interrupción durante el último mes hasta el momento de cruzar el
umbral de la eternidad. Era el tormento que caracteriza a los santos, criaturas
tan perfectas que sufren al ver ante sí la posibilidad de elevarse a una
perfección aún mayor y piensan que no han alcanzado esa altura deseada de unión
con Dios.
El Dr. Plinio conversando con el autor, en el Hospital Oswaldo Cruz
Otro aspecto de su drama interior consistía en la
preocupación que tenía por su obra, fruto de toda una existencia de sacrificio
y de heroico esfuerzo. ¿Se quedaría el Grupo acéfalo cuando él ya no estuviera?
Percibía nítidamente en qué estado espiritual se encontraban algunos sectores y
bien sabía que sin un auxilio especial de Nuestra Señora en breve se desharían.
¿Se cumpliría entonces aquello que dice la Escritura: “Heriré al pastor y se
dispersarán las ovejas” (Mc 14, 27)?
Los sufrimientos de un fundador-víctima
Para poder comprender bien al Dr. Plinio en su lecho de dolor
es necesario considerar que, generalmente, quienes entregan su vida a Dios en
holocausto y son aceptados por Él pasan por terribles pruebas de alma o de
cuerpo, e incluso la muerte, sin llegar a tener la noción clara de que están
padeciendo en función de tal ofrecimiento. Si estuvieran convencidos de esa
relación de causa y efecto entre su inmolación y los sufrimientos a los que van
siendo sometidos después, recibirían con ello tanto alivio que sus méritos se
verían considerablemente disminuidos o, quizá, anulados.
Algunas víctimas, por acción de la Providencia, llegan a
olvidarse por completo del acto practicado y se juzgan objeto de la ira o del
abandono de Dios, como castigo por sus culpas y miserias. La duda y la
incerteza son, por lo tanto, elementos esenciales y característicos de esta vía
espiritual.
Ahora bien, cuando la persona que así ha sido escogida por
Dios se encuentra en el origen de alguna institución religiosa, es normal que
sus tribulaciones sean aún mayores, pues, por lo general, todo fundador ha de
sufrir por los hijos que lo seguirán a lo largo de los tiempos.
Última Comunión
El 22 de septiembre, durante la reunión matutina, el autor
comunicó a los miembros del Grupo cuál era el verdadero estado del padre y
fundador de todos. De este modo concluía la larga preparación que había
comenzado con él mismo en Genazzano, junto a la imagen de Mater Boni Consilii.
Al día siguiente el Dr. Plinio entró en una inconsciencia
casi completa, en cuyos intervalos se pudieron oír algunas palabras como éstas,
pronunciadas al principio de la mañana:
—Así en la tierra como en el Cielo. Así en la tierra como en
el Cielo.
Para ir al Cielo hay que rezar. El lunes 25 parecía que
todos los padecimientos de las semanas precedentes se habían concentrado en él,
y algunos pensaron que ya había llegado el fin. Los dolores lancinantes le
arrancaban gemidos y todo su cuerpo temblaba por la fiebre, mientras sujetaba
con fuerza una reliquia del Santo Leño, que no la dejaría hasta el instante
supremo.
Aquella noche comulgó por última vez. Inesperadamente, en el
momento en que el sacerdote ya se estaba marchando porque le parecía imposible
que consiguiera comulgar, el Dr. Plinio volvió en sí e hizo señas de que quería
recibir el Santísimo Sacramento. Fue el punto final, en esta tierra, a aquella
convivencia eucarística iniciada el 19 de noviembre de 1917 en la Iglesia de
Santa Cecilia, 2 y hasta entonces nunca interrumpida.
Palabras postreras
El miércoles, en medio de las horribles molestias que le
provocó un tratamiento que tuvieron que hacerle en las vías respiratorias,
sorprendentemente se dirigió a uno de sus auxiliares y, hablando con gran
dificultad, le dijo:
—Nuestra Señora está venciendo la batalla. Sólo falta que
Dios dé la victoria.
Y enseguida pidió:
— Rece una Salve por mí.
Sí, las palabras postreras del Dr. Plinio registradas por
sus hijos fueron una petición. Deseaba que rezaran por él la oración que había
orientado sus pasos desde la infancia, a partir de aquel día en que, de niño,
angustiado y sufriente, se postró a los pies de María Auxiliadora y le suplicó:
“¡Sálvame, Reina!”. ¿Cómo no habría de salvarlo ahora la Reina a la que había
amado con tanta ternura, a la que había consagrado toda una existencia de
inmolación, de piedad, de luchas y de apostolado?
De hecho, se podía constatar cómo el cuadro de Nuestra
Señora del Buen Consejo, que estaba constantemente delante de él, se había
convertido en el punto de referencia casi exclusivo del Dr. Plinio en el
hospital. Mientras su vida se iba consumiendo suavemente, pasaba mañana, tarde
y noche mirando a esa imagen y rezando sin interrupción. Y durante los tres
últimos días, cuando ya dejó de hablar por completo, sus ojos se quedaron fijos
en Nuestra Señora hasta que entró en agonía.
La gloria de un varón de Dios
Finalmente, a las tres y media de la tarde de un martes, el
3 de octubre de 1995, comenzaba su agonía. En la mano derecha tenía la reliquia
de la Santa Cruz y en la izquierda el rosario y una vela bendita encendida. A
su derecha, el sacerdote rezaba la oración de los agonizantes. En aquella hora
extrema, a través de su fisonomía y del ritmo acompasado de la respiración,
trasparecían todas las señales de su sufrimiento, de su inmensa lucha, de su
drama espiritual. Paradójicamente, se mostraba lleno de paz y serenidad, pero,
al mismo tiempo, contraído, afligido, cogido por las garras de la muerte,
tomado por las angustias y los dolores lancinantes de la separación entre el
alma y el cuerpo. A las seis y veinticinco el Dr. Plinio exhaló su último
suspiro. El autor tuvo en aquel momento una misteriosa consolación
sobrenatural. Mientras algunos lloraban y otros salían del cuarto para dar
rienda suelta a su consternación, él no conseguía entristecerse, sino que, por
el contrario, sentía en su interior un verdadero entusiasmo, una enorme alegría
por haber asistido a una escena con tanta majestad. No había fallecido una
persona muy amada. No era la muerte de su padre y señor lo que había visto.
Para él, se trataba de un varón de Dios que, en el auge de su gloria, daba el
salto de la tierra a la eterna bienaventuranza.
De esta manera se afianzó todavía más en su alma la
convicción que siempre lo había orientado: contra toda y cualquier apariencia,
el Dr. Plinio vencería. Ésta era la gran realidad, y no albergaba la menor duda
acerca de la nueva era histórica que se estaba iniciando, comprada con aquel
ofrecimiento tan valioso. Entonces fue cuando el hijo se inclinó y abrazó a su
padre y señor, reclinando la cabeza en su pecho, pues pensaba: “Su alma deberá
salir del cuerpo en sentido ascensional. Por tanto, pasará por mí”».
En el ataúd, una sonrisa
Cuatro meses y medio antes de su muerte, durante una
reunión, el Dr. Plinio había hecho una reflexión sobre el papel que tenía el
sufrimiento en la vida de los hombres. Defendía que el dolor bien aceptado es,
a su vez, generador de una alegría festiva, propia de las almas que se entregan
a Dios sin reservarse nada para sí.
Misa de cuerpo presente en la iglesia de Nuestra Señora
de la Consolación, 4 de octubre de 1995
Pues bien, exactamente esa sonrisa fue vista en el rostro del Dr. Plinio, para sorpresa de todos, cuando su cuerpo, ya revestido con el hábito, fue colocado en el féretro. Había hecho su holocausto con tanta generosidad que, cuando pudo proclamar “todo está cumplido” (cf. Jn 19, 30), se verificó un cambio impresionante en su fisonomía: hasta entonces desfigurado e irreconocible, en ese momento pasó a reflejar una alegría suave, serena y plenísima, sin el menor trazo de amargura o decepción.
Al dejar el cuerpo, su alma fue acogida por Dios, y todas
las dudas e incertidumbres se disiparon. Vio con claridad cómo su ofrecimiento
había sido bien recibido y daría fruto: su misión se cumpliría y la Revolución
sería derrotada.
En este paso hacia la luz, también comprendió por entero su
propia vocación, tan elevada y sublime que no tuvo la posibilidad de
desvendarla para sí mismo en el transcurso de su existencia terrena. Y, al ser
fundador, ciertamente pudo contemplar de un golpe de vista todo el futuro de su
obra hasta el fin de los tiempos. Entonces, misteriosamente, bajo el influjo
del alma inmersa en el gozo sin límites de la visión de Dios, en su cuerpo ya
inerte florece una sonrisa.
Fuente: CLÁ DIAS,
Monseñor João S. in “El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira”. Città del
Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2017, v. V, pp. 413-46
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