domingo, 4 de febrero de 2018

Sal de la tierra, y luz del mundo - Editorial de Revista Heraldos del Evangelio, Febrero 2018

“Cuando Jesús así lo determine, surgirá el clero santo que renovará todas las cosas”
Nadie sabe exactamente que significó la gracia de Pentecostés para la historia y el mundo. Algunos efectos quedaron manifiestos, pero, como sucede con todo lo que toca en los misterios de la gracia, es muy poco en comparación con lo que realmente sucedió.
En el núcleo del misterio del descenso del Espíritu Santo se encuentran los apóstoles, reunidos en torno a la excelsa presencia de María Santísima. Allí estaba el corazón de la Iglesia, recién fundada, que habría de expandirse por el orbe entero, con todas las dádivas espirituales que Nuestro Señor Jesucristo comprara para ella de lo alto de la Cruz. Este corazón es el clero, instaurado en la Santa Cena, el cual recibió el poder de multiplicarse indefinidamente mediante el Sacramento del Orden.
Desde aquel momento, estos primeros ministros de Cristo se lanzaron a la conquista de las almas, movidos por el fuego y el soplo del Espíritu Santo que habían recibido, cuyos efectos encontramos en las gloriosas páginas de los Hechos de los Apóstoles. Los resultados no se hicieron esperar, pues siempre que el hombre se entrega en las manos de Dios para cumplir con sumisión y generosidad  sus designios, grandes maravillas florecen por toda la tierra.
En cierto momento, vino el tiempo en que, según las palabras de León XIII, “la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”. En el auge de la Edad Media, las vidas santas proliferaron por todas partes. Los milagros se multiplicaron. Las curas de las enfermedades también, como señal palpable de curas mucho más difíciles y valiosas, que eran las conversiones. Y en el centro de todas estas maravillas, estaba el clero: sacerdotes santos, obispos santos, papas santos.
Desgraciadamente, no se puede afirmar que la tónica del clero siempre haya sido la santidad. Esta comporta grados, y como todo lo que es bueno, si no camina para lo excelente, comienza a diluirse: se torna correcto y después mediocre. Por ocasión del Renacimiento, ocurre una inflexión global en materia de santidad y todo comienza a decaer. Por ser la Iglesia el centro de la Historia, y por ser el clero el corazón de la Iglesia, él estaba, una vez más, en el centro de los acontecimientos. Por causa de este proceso, el mundo se ve asolado desde hace varios siglos por una crisis que lo toma por entero. En vez de multiplicarse los ejemplos de santidad, proliferaron los escándalos, dados muchas veces también por parte de clérigos.
Este espiral continúa hasta hoy, alcanzando un paroxismo difícilmente imaginable.
Si miramos para atrás, desde Pentecostés hasta hoy, podemos preguntarnos: ¿para dónde va el clero? ¿Y dónde está el clero santo de otrora, que santificaba el mundo?
Mirando en torno nuestro, ninguna solución aparece en el horizonte. Hasta porque la solución no viene de los hombres. Institución divina, de origen divino, vehículo de dones divinos, viviendo de la divina vida de la gracia, el clero nació, se desarrolló y se perpetúa por exclusivo efecto de la fuerza del propio Dios, pues ninguna institución humana habría resistido a tantas adversidades. Por lo tanto, cuando Jesús así lo determine, surgirá el clero santo que renovará todas las cosas.
Fuente: Revista Heraldos del Evangelio (Portugal) archivo PDF